17/May/2024
Editoriales

Tenemos la obligación de vivir

Los funerales hablan más del difunto que sus semblanzas postreras, y evidencian parentescos ocultos. 

Murió un hombre rico nacido a mediados del siglo XIX. Su velorio estaba desolado a pesar de los evidentes lujos que seguramente él no hubiese autorizado cuando autorizaba los gastos, pues su fama de tacaño se la ganó a pulso. 

Había pocos asistentes, sus familiares se organizaron para llegar juntos, permanecer un breve lapso, sólo para recibir algunos abrazos, y tomarse una fotografía con el difunto, de acuerdo a las tradiciones de la época.

Elevaron la caja del frente para que saliera claro su rostro en la gráfica y su familia, que vestía de luto discreto, lo rodeó posando con estudiados y adustos gestos.

Nomás esperaron a que se fuera el fotógrafo, y los familiares se retiraron, dejando una buena propina al gerente de la funeraria para que consiguiera el personal adecuado, que consistía en un par de señoras plañideras de las que dan ambiente de tristeza a los funerales, y media docena de trabajadores del negocio que por un pequeño estímulo económico cargarían la caja y la bajarían en la tumba.

Así se hizo, y extrañamente lo acompañaron al panteón un par de sujetos que sin cobrar un centavo, parecían conmovidos.

Llegaron al panteón luego del recorrido con la carroza por las calles del pueblo, donde ya los esperaba un mausoleo de buen ver, pero menor al de otros difuntos que tenían menos recursos económicos.

No hubo discurso de despedida; sólo bajaron la caja tal como estaba presupuestado.

Cerraron la tumba y en el epitafio quedó la leyenda: Joaquín Bermea Martínez, nació en agosto 9 de 1864 y murió el 5 de noviembre de 1945.

Uno de los asistentes gratuitos, al ver que no había familiares presentes, les dijo a los sepultureros:

_Creo que debieron agregarle alguna cosa más al epitafio.

_¿Qué podríamos ponerle? Preguntó uno de los seis trabajadores.

_Pues algo de lo que hizo cuando vivió, dijo el segundo.

_Yo no lo conocí antes de que muriera, pero con sólo ver la frialdad de su funeral, me atrevo a decir que si no le pusieron que vivió, es que no vivió, remató la breve conversación el primer sujeto que se había registrado en la entrada con el nombre de Joaquín B. Lozano.