Colombia - Kegi Johana Vargas se mantenía aferrada a su hijo y era arrastrada río abajo cuando su esposo, Jadir, le lanzó un neumático para tratar de ayudarla, pero ella no alcanzó a agarrarse.
Su bebé de año y medio y ella -de 18- fueron engullidos por el lodo y no los volvieron a ver.
El pequeño Jadir Estiven es uno entre las decenas de niños desaparecidos en las inundaciones que este fin de semana devastaron Mocoa, una ciudad de 42.000 habitantes al sur de Colombia.
Más de 40 de los dos centenares de muertos que dejaron las fuertes lluvias en la madrugada del viernes al sábado son menores, según datos oficiales. Entre las casas en ruinas y llenas de lodo, dos días después de las inundaciones, las familias aún buscan a los más pequeños, que podrían estar en cualquier lado.
"Les tocó la avalancha más dura. A un muchacho que vivía cerca de ellos lo encontraron por acá", dice el padre de Kegi Johana a The Associated Press. Desesperado y cansado, espera junto a otros que hacen fila en el cementerio de Mocoa para ver si logra reconocer a uno de los dos.
José Albeiro Vargas, de 52 años, vio a su hija el viernes a las ocho de la noche. Le llevó ropita al nieto y se fue a acostar. Durante las inundaciones que acabaron con el barrio donde vivía esta familia joven, la muchacha "no hacía más que gritar "¡Mi papá, mi papá!", recuerda este hombre que además de su hija perdió su negocio de ropa interior con la tragedia.
Desde la madrugada del viernes, cuando salvó en su casa de dos pisos a unas 60 personas, Vargas no ha dejado de buscar a sus familiares ni un momento. Tampoco ha logrado dormir. Los viajes se repiten del barrio al río y del hospital al cementerio.
Cada vez que corre el rumor de que llegaron nuevos cuerpos a la morgue, hordas de familiares corren a probar suerte.
María Córdoba es otra sobreviviente que busca a un sobrino de 14 años. A los hermanos de este adolescente que fue arrastrado por las inundaciones los encontraron muertos entre troncos el sábado. Tenían seis y 11 años. Sólo el bebé de esa familia sobrevivió: estaba dormido cuando todos pensaban que había dejado de respirar.
"La mamá también quedó toda golpeada. Bajo estas piedras hay muchos niños", asegura María con unas chanclas en la mano y los pies enterrados mientras enjuaga en el agua turbia lo que quedó de su casa: una jarra y un cortador de queso.
En la ciudad no hay electricidad ni agua y los alimentos empiezan a escasear en las tiendas. Casi 2.000 efectivos buscan cuerpos bajo los escombros y en el río mientras las amenazas de lluvia alteran la ciudad. De neveras destartaladas salen zapatitos de niña y de colchones desarmados, cuadernos escolares.
El último reto para tratar de superar la tragedia es reunir dinero para que los vivos entierren a sus muertos, pero a casi dos días de la avalancha, los rescatistas tienen cada vez menos expectativas de encontrar sobrevivientes.
A partir de las 48 horas del accidente, la búsqueda empieza a centrarse en los fallecidos. Este domingo, voluntarios de Defensa Civil encontraron en el río a un bebé con vida. Sólo tenía un mes de nacido.
"Esta es una de las mayores alegrías de nuestro trabajo", dice Arnulfo Aroca, uno de los rescatistas, mientras toma café. El niño murió a las pocas horas del rescate a causa de las heridas, pero el mero hecho de haberlo hallado les da nuevas fuerzas para seguir buscando.
William Peña maldice la muerte a la salida del cementerio.
Tiene 29 años y fue a buscar a sus hijos Luisa, de 4, y James, de 7. "Es imposible saber si son ellos. Miré nomás unos pocos porque todos son iguales: enlodados, hinchados y deformados", lamenta mientras trata de contactar a su esposa, que está fuera de la ciudad.
William camina rápido y mira al frente. A veces gira la cabeza hacia el río que se llevó a sus niños mientras él regresaba del campo donde trabaja. Lo peor de la morgue es el olor. Allá, asegura, vio decenas de cuerpos infantiles, quizá cien. "Ya ni se reconocen... para qué pierde uno el tiempo buscando a su hijo".