06/May/2024
Editoriales

El sabio no presume, y por ende, brilla

Las personas sabias nunca lo andan presumiendo; no tienen necesidad. El geólogo inglés John Michell fue un ejemplo de lo dicho, pues llevó una vida tranquila y discreta como párroco rural en Yorkshire, Inglaterra, siendo un erudito consumado. 

Como geólogo, desde 1755 postuló la tesis de que los sismos son consecuencia de los movimientos de las placas subterráneas en el Planeta, algo que luego se comprobó. 

Pero también inventó un método para medir la luminosidad de las estrellas y, además, es autor de un sistema práctico para elaborar imanes artificiales. 

Todo esto y algunas otras tesis serias que luego se comprobaron ya eran suficientes para dejar huella en las diversas áreas científicas donde se desarrolló. Sin embargo, tuvo la capacidad y el arrojo de imaginar un objeto en el espacio que no dejara que la luz escapara de él. Fue redondeando la idea y en 1783 declaró en una conferencia que cualquier objeto que cayera del infinito en una estrella con una masa 500 veces más grande que la del sol, viajaría más rápido que la luz; algo inimaginable hasta entonces. 

Por tanto, según su tesis, un haz de luz con todo y la increíble velocidad que posee no podría escapar de la estrella para viajar al infinito; incluso poco a poco se detendría y volvería a caer en la estrella, y esa “estrella negra” no emitiría nada de luz. 

Fue hasta 1916 cuando se comprobó la existencia de los llamados Agujeros Negros, es decir, estrellas colapsadas que tienen una atracción gravitacional tan fuerte que ni siquiera la luz puede escapar de ellos. 

Advertir ese fenómeno dos siglos antes, no puede ser producto más que de un cerebro privilegiado y mayor mérito tiene su dueño porque tuvo un comportamiento humilde.