19/Sep/2024
Editoriales

No quieren divertirse, sólo emocionarse

Cuando era niño, una de mis diversiones preferidas (hasta ahora lo sigue siendo, pero como que ya le ganaron las plataformas tipo Netflix) era ir a una sala de cine a ver películas, mexicanas de preferencia, o de Jóligud. Sobre todo, cuando se trataba de una sala totalmente techada, pues entonces muchas eran cine – terrazas debido seguramente a la falta de recursos del empresario para construir un techo completo. No alcancé a ir a los cines que tenían su propia orquesta para amenizar las películas mudas, cómo me hubiera gustado ser de esa época. Mi padre las disfrutó y a finales de los años treinta iba a los cines modernos, como el Variedades, Lírico, Cosmos, Rodríguez, Edén y la famosa Terraza Bernardo Reyes, pues todos exhibían películas de cine sonoro.

Pero a mi generación le tocó asistir a los nuevos cines monumentales Monterrey y Reforma, que tenían varios pisos para el público.

Como me gusta llegar a tiempo a mis citas, generalmente me ubicaba en un buen lugar. Pero las pocas veces que llegué tarde a una función sentí cierta sensación de importancia, porque las luces estaban apagadas y un empleado con una lámpara me guiaba hasta algún asiento vacío.

Me sentía importante porque imaginaba que el cine estaba repleto de mis amigos, los compañeritos de la escuela o vecinos del barrio y todos me observaban envidiando el lugar que me asignaban.

Las funciones eran largas y en cada película -por lo general eran dos- había intermedio para que gastáramos en la dulcería, y ahí llegaba la desilusión, porque la sala perdía su encanto y mis amigos no estaban, acaso alguno pero en asiento de fila delantera y no había visto.

Las películas eran muy divertidas porque los actores tenían gracia para decir ocurrencias, o cantar y bailar. Fíjate qué suave Shilinsky, decía Manolín y todos saltábamos una carcajada; No tengo en qué caerme muerto! ¡si me muero ahorita caigo parado! Decía Tin Tan, y el cine se mecía con las risas del público; ¡Pepe el toro es inocente! gritaba Ledo refiriéndose al personaje que actuaba Pedro Infante y todos no emocionábamos con la tragedia del carpintero pobre.

Aquellas películas nos hacían reír o llorar, y los actores tenían gracia para cantar, bailar y decir simplezas. Qué bonitos tiempos aquellos en que nos divertíamos con cosas sencillas. En cambio, ahora veo a una niñez cada vez más difícil de divertir, y más que reír, busca emocionarse.