Cuando era niño, una de mis diversiones preferidas (hasta ahora lo sigue siendo, pero como que ya le ganaron las plataformas tipo Netflix) era ir a una sala de cine a ver películas, mexicanas de preferencia, o de Jóligud. Sobre todo, cuando se trataba de una sala totalmente techada, pues entonces muchas eran cine – terrazas debido seguramente a la falta de recursos del empresario para construir un techo completo. No alcancé a ir a los cines que tenían su propia orquesta para amenizar las películas mudas, cómo me hubiera gustado ser de esa época. Mi padre las disfrutó y a finales de los años treinta iba a los cines modernos, como el Variedades, Lírico, Cosmos, Rodríguez, Edén y la famosa Terraza Bernardo Reyes, pues todos exhibían películas de cine sonoro.
Pero a mi generación le tocó asistir a los nuevos cines monumentales Monterrey y Reforma, que tenían varios pisos para el público.
Como me gusta llegar a tiempo a mis citas, generalmente me ubicaba en un buen lugar. Pero las pocas veces que llegué tarde a una función sentí cierta sensación de importancia, porque las luces estaban apagadas y un empleado con una lámpara me guiaba hasta algún asiento vacío.
Me sentía importante porque imaginaba que el cine estaba repleto de mis amigos, los compañeritos de la escuela o vecinos del barrio y todos me observaban envidiando el lugar que me asignaban.
Las funciones eran largas y en cada película -por lo general eran dos- había intermedio para que gastáramos en la dulcería, y ahí llegaba la desilusión, porque la sala perdía su encanto y mis amigos no estaban, acaso alguno pero en asiento de fila delantera y no había visto.
Las películas eran muy divertidas porque los actores tenían gracia para decir ocurrencias, o cantar y bailar. Fíjate qué suave Shilinsky, decía Manolín y todos saltábamos una carcajada; No tengo en qué caerme muerto! ¡si me muero ahorita caigo parado! Decía Tin Tan, y el cine se mecía con las risas del público; ¡Pepe el toro es inocente! gritaba Ledo refiriéndose al personaje que actuaba Pedro Infante y todos no emocionábamos con la tragedia del carpintero pobre.
Aquellas películas nos hacían reír o llorar, y los actores tenían gracia para cantar, bailar y decir simplezas. Qué bonitos tiempos aquellos en que nos divertíamos con cosas sencillas. En cambio, ahora veo a una niñez cada vez más difícil de divertir, y más que reír, busca emocionarse.