Cuando en 1969 egresé de la Facultad de Ingeniería Civil me dieron, al igual que a toda mi generación, un anillo de graduación, bendita joya más representativa de mis conocimientos que el mismísimo título profesional.
Durante buen tiempo mis ojos se habituaron a verle las manos a las personas para identificar qué carrera había cursado a través de su anillo de graduación. A quienes no les hallaba ninguno, inconscientemente los degradaba imaginando que se trataba de una persona inculta, pues en aquellos ayeres yo confundía la cultura con la preparación académica.
Pasó el tiempo y comencé a dejar mi anillo de Ingeniería en una cajita donde guardaba mis joyas, que eran: otro anillo de graduación que me obsequiaron unos jóvenes a los que apadriné cuando terminaron la preparatoria, una esclava que siempre me dio pena usar, y varios pines de los clubes sociales a los que pertenecí hace tiempo.
Es posible que lo haya devaluado en mi interior cuando supe que existen anillos de graduación de preparatoria y hasta de educación secundaria.
Y perdí esa cajita por unas tres décadas, hasta que un día, hurgando entre mis cachivaches, en un cajón de librero me lo encontré.
¡Qué bonito está mi anillo de graduación! Es grande, de acero o alguna aleación de metales que da la impresión de ser oro blanco, con una piedra azul grabada con el escudo de la Facultad y su hermoso frontispicio, con el mural ‘Netzahualcóyotl y el Agua’, ciclópea obra de arte del maestro Federico Cantú.
Luego de rescatar el mencionado anillo de graduación, lo llevé a una joyería para que le hicieran limpieza, y quedó como nuevo.
Desde ese día me siento feliz.
LEB