Un día como hoy, el 27 de diciembre de 1959, falleció en la ciudad de México el mexicano universal don Alfonso Reyes. Ese día, el regiomontano ilustre comenzó a vivir más intensamente para muchos de nosotros.
Cursábamos el bachillerato en el Colegio Civil del Estado, cuando nos sorprendió la terrible noticia:
“Don Alfonso Reyes, valor definitivamente consagrado en la actividad espiritual de los pueblos de América, el visionario de Anáhuac y poeta de Monterrey, de ciudadanía universal cívica y humanística, falleció ayer en esta ciudad a las 7.45 de la mañana”.
En esta forma “El Universal”, periódico capitalino, dio a conocer la noticia de su deceso. Aunque la información ya era esperada por lo quebrantado de su salud, conmocionó a la nación y al mundo entero, haciendo que por el severo féretro gris donde descansaban sus restos, depositado en El Colegio Nacional, desfilaran una pléyade de intelectuales que siempre vieron en él al maestro en todos los registros de la pluma.
Tenía 70 años de edad y había escrito una obra monumental –cerca de dos centenares de libros— en la que abordó todos los temas, desde la cultura griega hasta los de actualidad en ese momento. Para ello se valió del artículo periodístico, del ensayo, del cuento, del relato, de la poesía, del teatro. Abordó el realismo y la fantasía. En toda su obra, predominan la creatividad, el conocimiento y un brillante manejo de la palabra, que al decir de muchos –entre ellos Jorge Luis Borges—lo convirtieron en el mejor prosista de América.
Pero ¿cómo fue el final de la vida física de este gran hombre? A través de su existencia, don Alfonso pasó por todo: grandes alegrías, pero también la tristeza y el sufrimiento estuvieron presentes. Era hijo de aquel gobernante que se llamó Bernardo Reyes, aquel militar que murió frente al Palacio Nacional el 9 de febrero de 1913.
A partir de ese momento, su vida cambió. Recorrió el mundo con su esposa y su hijo único. Vivió de la pluma. Pasó hambre y frío en España. Recorrió Francia, Brasil y Argentina. Más de un cuarto de siglo estuvo fuera de México, hasta que en 1939 regresó a la Patria.
El hijo del gobernante, que todo lo tenía, todo lo perdió. Y lo ganó de nuevo, por su propio esfuerzo. Y no sólo eso, en el trayecto obtuvo el reconocimiento de los mejores escritores contemporáneos.
Todo ese trabajo, todo ese esfuerzo, tantas alegrías y sinsabores, fueron debilitando la salud de don Alfonso.
El corazón le dio varios avisos, antes de aquel último que lo llevó a la tumba. Pasó 48 horas en estado de coma, hasta que su debilitado organismo ya no resistió más. A su lado, como siempre, estaba su fiel esposa, doña Manuelita Mota de Reyes, quien más tarde nos habría de explicar cómo fue la despedida final: “suavemente, con un suspiro y un ligero apretón de manos”. Ahí estaban, también a su lado, su hijo Alfonso y su nieta Alicia Reyes “Tikis”.
Don Alfonso había manifestado su deseo de que sus restos reposaran en el Cerro de la Silla, para desde ahí contemplar la ciudad que lo vio nacer.
El Presidente de la República, Adolfo López Mateos, admiraba profundamente a don Alfonso. Respetuosamente, hizo una guardia ante sus restos y ordenó que el cadáver fuese sepultado en la Rotonda de los Hombres Ilustres.
En Nuevo León, uno de los seguidores de Reyes, el entonces Gobernador del Estado, Raúl Rangel Frías, procedió a cumplir el deseo de don Alfonso, aunque sólo fuese en parte. Personalmente recogió tierra del querido Cerro de la Silla y la llevó hasta la tumba del ilustre humanista, a fin de que esta tierra cubriera aquellos venerables restos.
Al mismo tiempo, consiguió un lugar hermoso para levantar un monumento que perpetuase para siempre la imagen de uno de los más grandes nuevoleoneses. Y lo dotó de un parque con escalinatas para poder subir hasta el lugar y desde ahí dominar con la vista un hermoso panorama de la ciudad.
Nosotros estuvimos ahí, con el Gobernador y con la viuda de Reyes y con muchas personas más. El evento quedó consignado en las páginas de los diarios locales, así como en la mente y en el corazón de muchos regiomontanos.
Durante años, las autoridades y el pueblo le rindieron homenaje a Reyes en ese lugar, hasta que un día, las autoridades municipales de Monterrey –encargadas de cuidar, proteger y mantener el lugar— dijeron que el sitio estaba abandonado y que no había nada ahí, excepto algunos miles de metros que eran propiedad de la ciudad de Monterrey, aunque no tomaron en cuenta que estaban en Guadalupe y que habían sido adquiridos para un propósito fundamental y único: honrar la memoria del ilustre regiomontano.
El poderoso alcalde envió a su yerno, uno de los regidores del Cabildo, a que hiciese una visita al terreno y éste encontró que estaba prácticamente abandonado. Es más, declaró que en el sitio no había ningún parque, ni monumento, ni nada. La escultura fue llevada a las bodegas de la Presidencia Municipal de Guadalupe. La situación pasó por las manos del Cabildo regiomontano y del Congreso del Estado, quienes de un plumazo, y sin mayores investigaciones, apoyaron la iniciativa del alcalde regiomontano. Sin darse cuenta de lo que habían hecho, regidores y diputados, aprobaron una de las más grandes aberraciones de que se tenga memoria en nuestro Estado.
Sin embargo, la historia no terminó ahí y más de mil vecinos de la Colonia Contry unieron sus esfuerzos para luchar, a fin de que se recuperaran el parque y el monumento. Ellos lucharon para no permitir que en el terreno que pertenece a don Alfonso Reyes, se construyesen los multifamliares anunciados. Por fortuna, la Suprema Corte de Justicia de la Nación les dio la razón y don Alfonso pudo regresar de nuevo a su Parque.
Los vecinos y el pueblo conocen el valor de este parque. Las autoridades, solamente pensaron en el precio. Por fortuna, el parque dedicado a Don Alfonso Reyes, permanece en ese lugar.